
Introducción:
¿Quién no tiene recuerdos de los autobuses escolares? En mi caso, pasé parte de mi adolescencia en uno de ellos. En mi pueblo no había instituto y, al cumplir los catorce años, tuve que empezar a usar transporte público. Para mí fue como una aventura. El mundo no estaba tan globalizado como ahora y, el ir a otra ciudad, era mucho más complicado. Si a eso le sumamos que mi pueblo era pequeño, y que todos, y cada uno de los niños/chicos ya teníamos una etiqueta imposible de desprender, no solo era algo diferente, sino la oportunidad de empezar de cero. Yo no era lo que se conoce como una persona popular. Mi fama de «diferente» me precedía y, como adolescente en busca de una identidad propia, no estaba demasiado conforme con la que tenía asignada. Por ello, el salir a nuevos lugares fue tan importante para mí. Como siempre ocurre en las historias que empiezan en base a inseguridades, tomé algunas decisiones buenas, y muchas malas. De las primeras tengo grandes recuerdos, de las segundas, he intentado aprender de ellas.
De lo que estoy seguro es que desplazarme en esos autobuses me hizo crecer, me dio independencia, y me mostró que siempre hay una alternativa en algún lugar. Crecí y los viajes pasaron a formar parte de mi vida. Estaciones de tren de media España, transbordos, maletas que pesan más de lo que debieran y mochilas engordadas con libros y revistas como alimento principal. Algunos viajes han sido obligados, otros fueron por placer y otros cumplieron sueños que han sobrepasado todas las expectativas posibles. Por todas estas razones, me encanta viajar. He estado un tiempo que, por motivos personales, no he podido hacerlo tanto como quisiera y, ahora que he vuelto a encontrarme con estos viejos mastodontes llenos de pasajeros, me he dado cuenta de lo mucho que aportan y han aportado en mi vida.
Este nuevo relato por capítulos, aunque parezca extraño, es mi manera de homenajear a los viajes en autobús. A las horas de carretera en las que la mente vuela hacia lugares insospechados, a la larga espera por llegar a dónde siempre quisiste estar, a mirar por la ventanilla y preguntarte qué hará la gente que pasa a tu lado a toda velocidad, si tendrán prisa por llegar, o prisa por escapar.
Durante los próximos días, y sin demorarme en exceso, compartiré el segundo capítulo. Como siempre, estaré encantado de compartir comentarios, opiniones, y hasta experiencias de viajes.
Gracias por estar siempre ahí. Os dejo con la primera parte de este relato llamado:
Un exquisito bocado
Los autobuses escolares huelen a atún con tomate. Esto, que puede parecer algo dicho al azar, no es una creencia personal, sino una verdad irrefutable. Sobre todo los que, como el mío, pertenecen a colegios humildes. Imagino que en otro tipo de escuelas con alumnos de cierto poder adquisitivo, o al menos con el poder de comprar una palmera de chocolate más de una vez cada año bisiesto, los autobuses tendrán fuentes de profiteroles a la entrada, cubetas con dulces y, además, se podrá elegir el aroma floral que desees en cada asiento. Sin embargo, en mi transporte, el atún era el olor predominante. Este aroma lopodíamos encontrar en dos vertientes: versión con tomate a la ida, al pintar las rebanadas de los bocadillos, y a la vuelta, tras una mañana en la que sesenta niños de distintas edades, complexiones y tamaños, habían estado corriendo, gritando y sudando como si les persiguiera un león marino, versión pescado crudo (y algo descompuesto). Además, el autocar que recorría mi barrio ingiriendo niños casa por casa y regurgitándolos en la puerta del colegio, era el que más hedía de toda la ciudad. Llegué a pensar que, por las tardes, realizaba viajes turísticos de mar a tierra en los que paseaba atunes para que estos pudieran visitar la ciudad. Pero, aunque esta teoría me parecía bastante más interesante, el olor lo desprendían nuestros bocadillos y nuestros sobacos (no siempre en ese orden).
En mi caso, mi tentempié mañanero estaba compuesto por el atún reglamentario y el pan del día anterior. Para subir un peldaño en la escala de la originalidad, mi padre siempre lo hacía al revés. Es decir, el tomate por fuera y el pan vacío por dentro. Él proclamaba que era un experimento culinario que en un futuro apreciaría, pero a mi edad de doce años, diez noches y un inicio de día con olor a pescado, hubiera preferido que mi desayuno fuera igual que el del resto de mis compañeros.
Por cierto, todavía no me he presentado. Mi nombre es Sebastian. Mi edad, creo que acabo de decirla hace unas frases de distancia y, en cuanto a mi relación con el autobús y el colegio en general, diría que es complicada con una intensidad variable. Días mejores y, otros, mucho otros, tal vez demasiados, bastante difíciles.
La mañana de la que hablo, se lleva el premio, y con holgura, a la jornada más complicada de mi juvenil existencia.
Como cada día, salté a pies juntillas los dos escalones que daban acceso al autobús, saludé al conductor y me adentré en la selva de hormonas escolar. Las puertas se cerraron tras de mí y, en cuanto puse un pie en el interior, el autocar dio tal acelerón, que tuve que agarrarme a los asientos para que mis dientes no probaran el suelo. Entre los obstáculos y la velocidad creciente del vehículo, conseguí avanzar a duras penas. El pasillo estaba poblado por mochilas de distintos tamaños, bolsas de deporte que contenían más juguetes que ropa deportiva y, en mitad del trayecto y estorbando a más no poder, por un grupo de chicos que hacían la coreografía de moda mientras se grababan con un teléfono móvil. Tras rechazar la invitación a participar en este simulacro de baile, conseguí llegar al lugar que me correspondía. Mi plaza estaba situada justo en mitad del autobús. Ni muy adelante, lugar destinado a los empollones; ni muy atrás, reserva natural para chulos, abusones e individuos de insulto fácil. Rodri, mi muy mejor (y único) amigo, me esperaba con la mejor de sus sonrisas. Se levantó para dejarme el lado de la ventana, giró la cabeza y, con un susurro que sería más fácil de escuchar para cualquier raza animal menos para la humana, me dedicó la frase con la que diez de cada diez veces, comenzaba las conversaciones:
—Ni te imaginas lo que acaba de ocurrirme.
—Buenos días para ti también —respondí sabedor de que, contestara lo que contestara, se avecinaba un monólogo con historias de escasa credibilidad.
—Se ha sentado a mi lado, ¿sabes? Ella ha ocupado tu asiento y, durante unos segundos, hemos llegado a compartir el mismo oxígeno, el mismo aire y casi el mismo espacio. Además, ni te imaginas lo que me ha preguntado: ¡si la plaza estaba ocupada! Si sabe mejor que nadie que siempre te sientas a mi lado. ¿Cuánto tiempo llevamos compartiendo bus? — Iluso de mí y, como mal matemático que soy, comencé a contarme los dedos de las manos para calcular los años transcurridos, pero claro, la pregunta no iba dirigida a mí, sino a él mismo —. Exacto, el tiempo suficiente para conocer nuestras costumbres. Los humanos somos seres a los que, en general, nos gusta la monotonía. Este sitio es monótonamente nuestro. Tuyo y mío. ¿Acaso querrá desestabilizar nuestra amistad?
Mi amigo calló por un momento. Normalmente no paraba de parlotear hasta que perdía el conocimiento. Así que me asusté, le cogí la muñeca y le tomé el pulso. El corazón le latía a un ritmo de tres por cuatro (lo normal en su persona). Solté un suspiro de tranquilidad y disfruté de aquel momento de silencio. Él miraba hacia adelante con el ceño fruncido. Estaba convencido de que recopilaba datos y que, más pronto que tarde, se avecinaría un tropel de frases atropelladas. Rodri decía que tenía esa velocidad de palabra porque era asmático y, para socializar, debía soltar el mayor número de ideas antes de ahogarse. Creo que más que asmático era un incontinente verbal selectivo. Con la mayoría de compañeros de clase, apenas hablaba. Se comunicaba con monosílabos, tics nerviosos del ojo izquierdo y con las tonalidades de sonrojo que tomaba cuando algún desconocido le dirigía la palabra. Pero, cuando cogía confianza, era como una metralleta que no distinguía entre amigos y enemigos, acribillándonos a base de morfemas y lexemas con su ilimitada verborrea. En aquel preciso momento, el silencio se estaba alargando más de lo normal y yo, con una mal gestionada tolerancia a la incertidumbre, comencé a ponerme nervioso. Para relajarme intenté seguir su mirada. A todas luces fue una mala idea.
Rodri tenía los ojos atornillados en un asiento a dos filas de distancia. Para ser exactos, observaba, casi sin parpadear, a “La chica de azul”. El mote se lo habíamos asignado tras una votación en la que participamos él, yo, un vagabundo que nos preguntó si habíamos visto a su perro y su perro que estaba justo al lado. El que demostró tener más criterio fue, por supuesto, el can. ¿Y por qué elegimos ese sobrenombre? La respuesta era sencilla: su ropa, complementos, mochilas, lazos del pelo, bolígrafos, carpetas y hasta las servilletas con las que envolvía sus bocadillos (de atún con tomate claro está) eran de color azul.
Aquel día, su indumentaria no era distinta. Llevaba un vestido de tirantes que le acariciaba las rodillas (azul), unos zapatos con broche que dejaban ver sus calcetines (azules y azules también) y una goma en el pelo en la que reunía su media melena (azul, un poquito más oscuro, pero podría decir que pertenecía a esa tonalidad). Estaba sentada al lado de “Invisible”, una chica a la que nadie escuchó hablar y que pasaba tan desapercibida, que la mayoría de la escuela había dejado de ver. Lo interesante es que, como por arte de magia, salía en todas las fotos de excursiones, cumpleaños y hasta en algunas de cenas familiares en las que, en principio, ni la conocían ni recordaban que hubiera estado allí.
—Le han quitado el sitio —dije intentado distraer la mirada de mi compañero de trayecto—. Mira con quién se ha sentado. No es su lugar natural. Alguien ha ocupado su plaza y ha buscado un nuevo asiento en el autobús. De ahí que te haya preguntado si estaba libre.
—Si va sola, ¿no?
–No. Fíjate bien. Va con “Invi” —dije en un tono afable. Estaba tan acostumbrado a que la gente hablara tanto que, si alguien era parco en palabras, pronto le cogía cariño.
—¡Es verdad! Pues que tenga cuidado que dicen que lo suyo es contagioso. He escuchado que, si te juntas con ella más de tres días, también consigues el don de la invisibilidad.
—¿Y? ¿Crees que eso tiene algo de malo? —pregunté —. Podrías hacer lo que quisieras cuando se te antojara. Debe ser muy guay que nadie te vea. Al menos si puedes elegir el momento para hacerte invisible.
Mi amigo volvió a callar por segunda vez esa mañana. Si hubiera tenido edad legal, habría salido corriendo para comprar lotería por tal extraño logro. Pero, como no la tenía, me limité a cruzar los dedos y a pedir un deseo como si una estrella fugaz se cruzara en mi camino. Por temas de confidencialidad en los deseos, no desvelaré qué pedí, pero si diré que estaba relacionado con los experimentos culinarios de papá.
—¿Por qué nos miráis fijamente? —Una voz que jamás había escuchado interrumpió mi intento de deseo. Deshice las cruces de mis dedos y giré la cabeza hacia Rodri. Él hizo lo mismo. Nos habían pillado observando y, por mucho que la curiosidad nos invitara a mirar, no queríamos saber quién era la propietaria de aquella reprimenda.
—Vaya. Para que luego digan que soy yo la que no abre la boca. —Aunque parecía imposible, la voz se había movido y nos llegaba ahora desde mucho más cerca. En mi cabeza se dibujó la idea de que, si llegaba a saber quién nos hablaba, nos convertiríamos en piedra. Por desgracia para mis crecientes miedos, mis sentidos no tardaron demasiado en desvelar de quién se trataba. En el reflejo del cristal distinguí a una chica que, con las rodillas clavadas en el asiento delantero, nos miraba con curiosidad. El pelo le caía en dos trenzas. Una recogida con un clip verde, y la otra con uno rojo. Había apoyado el codo en el respaldo y, con la mano abierta, se acariciaba la mejilla de arriba a abajo. La chica era “Invi”.
—¿Vais a contestar o preferís escribirme una confesión firmada y por triplicado?
—Los que confiesan son los que cometen fechorías. Nosotros no hemos hecho nada malo. —Rodri escupió aquella respuesta como si llevara años pensándola. Estaba rojo como si se hubiera tragado un ramo de globos inflados hasta los topes. Le puse una mano en el hombro en señal de apoyo y continué mirando por la ventana. No me atrevía a girarme hacia “Invi”. Empezaba a sospechar que le habían asignado el nombre más por el miedo a enfrentarla, que porque fuera tímida.
Escuché un ruido que provenía de mi izquierda. Creí que mi amigo había terminado por deshincharse recuperando así su color habitual, pero el rojo de sus mejillas brillaba con más intensidad que un semáforo con crisis de ansiedad. Ladeé la vista y volví a centrarme en el cristal El autobús había alcanzado el máximo de la velocidad permitida y los árboles, uno tras otro, desaparecían de nuestra vista como si tuvieran prisa en hacerlo. Me pareció ver una mancha que descendía desde el techo, pasaba por la ventana, y se perdía bajo del autobús. Volví la vista al frente y me topé cara a cara con “La Invisible”. A su espalda, “La chica de azul” se había levantado y también nos miraba.
Un frenazo nos devolvió a todos a nuestros respectivos asientos (a algunos a varios asientos a la vez). El vehículo derrapó unos metros y la parte trasera comenzó a ladearse. Me agarré con fuerza al reposabrazos. Al ver el rostro sonrojado de Rodri, las trenzas de colores de “Invi” y el azul de su amiga, pensé que iba a ser un accidente muy colorido. La sensación de que íbamos a volcar palpitaba en las venas de mi sien, pero por suerte, el conductor me llevó la contraria. Avanzamos varios metros con el autobús invadiendo los dos carriles de la calzada hasta que, antes de llegar a una curva, nos detuvimos por completo.
El silencio había sustituido a las habituales bromas que, apenas unos segundos antes, recorrían el interior del vehículo. Era la tercera vez durante el trayecto que nadie hablaba. Tampoco nadie quería hacerlo.
Las puertas delanteras se abrieron. El conductor, se levantó de su asiento y, mirando hacia los ocupantes del autobús, soltó una breve explicación de lo sucedido:
—No os preocupéis. Seguro ha sido un simple pinchazo. Voy a cerciorarme de que todo va bien, llamaré a la central y, en menos que un gorrión se come una miga de pan, estaremos en marcha.
Descendió por las escaleras y las puertas se cerraron tras él. Me giré hacia Rodri para preguntarle si se encontraba bien. Él me miró con una sonrisa de complicidad mientras que, sin mediar palabra, asintió con la cabeza. En ese instante, unas manos me cogieron por los hombros y me zarandearon. Era de nuevo “Invi”. Se había contagiado del color rojo de Rodri y su rostro se había encendido como una bombilla. Se detuvo, miró hacia la ventana, se giró de nuevo hacia mí y, con los ojos brillando como dos soles, me dijo:
—Ahora tienes que hablar sí o sí. Dime que tú también has visto algo moverse por la ventana.
Continuará…
¿Qué ocurrirá con Sebastian, Rodri, Invi y Azul? Si quieres saber más de sus aventuras, puedes seguir leyendo en el siguiente enlace:
Fer Alvarado
Ay me ha recordado sin duda a las excursiones del Colegio, qué época más maravillosa.
Yo también soy fan de los autobuses, y es que de pequeña hicimos cientos de veranos el trayecto de España hasta Hungría en bus para pasar con los abuelos las vacaciones. Así que después de tantas horas de viaje, le terminas cogiendo cariño y horror a partes iguales.
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Menudo viajazos te pegabas de pequeña. Seguro que tendrás montones de anécdotas sobre el cruzar tantas fronteras en bus y, espero que todas buenas.
Me ocurre lo mismo que a ti. He viajado tanto que hay épocas que les he cogido un poco de manía. Pero, en general, siempre tengo alguna mariposa en el estómago cuando voy a coger un bus y eso siempre se agradece.
Muchas gracias por leerme y comentar. Te mando un muy fuerte abrazo.
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Pues yo no tengo recuerdos de autobuses escolares porque mi colegio estaba muy cerca e iba andando. Ni siquiera había autobús escolar. Pero a mí no me importaría el olor a bocadillo de atún con tomate… mucho mejor que una palmera de chocolate!!!
Ya me he enganchado a la historia, como siempre, estoy deseando leer la continuación.
Esperaremos impacientes…
Un abrazo
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Seguro que hacías viajes extraescolares o algo así, ¿no? Aquello era casi como la selva la verdad. En cuanto a la lucha entre bocadillo y palmera, yo soy muy fan de la segunda. Es más, cuando hago turismo, me gusta probar una palmera de chocolate de cada ciudad que visito. Supongo que las tengo idealizadas jaja.
Espero no tardar en compartir la segunda parte. Creía que la tenía terminada y ahora ando con correcciones. Muchísimas gracias de verdad por estar siempre ahí. Te mando un abrazo enorme.
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Recordar, que grato es…
He viajado en el tiempo, gracias por compartir Fer.
Excelente semana.
Elvira
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Gracias por compartir lo que te ha hecho sentir este relato. Es agradable el poder viajar sin maletas y recordar tiempos que han sido especiales (aunque pienso que todos lo son).
Disfruta de una estupenda semana y muchísimas gracias por pasarte a leer. Un abrazo.
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Gracias Fer, así es tiempos especiales. Con mucho gusto.
Otro abrazo.
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Qué recuerdos… Yo también cogía el autobús (no escolar, sino urbano) para ir al instituto. Menudos viajes me di, aprisionada entre tanto estudiante, y respirando en verano, sobre todo, a ese aroma a humanidad rebosante de hormonas. Recuerdo los momentos en los que, como una culebrilla, me escurría entre todos los que esperábamos el autobús de vuelta para casa. Tenía cierta habilidad para ponerme de las primeras y subirme antes que mis amigos. Claro está, mi labor era pillar asiento para todos. Y siempre, o casi, lo lograba.
Me ha encantado tu relato, que me ha transportado a ese bus con olor a atún con tomate y el repulsivo aroma a sobaquillos. 😂😂 Una frase que me ha flipado es la que dices: el autocar que recorría mi barrio ingiriendo niños casa por casa y regurgitándolos en la puerta del colegio, era el que más hedía de toda la ciudad. Brutal!! 👏🏻👏🏻 Y la que dices que «tenía los ojos atornillados a un asiento a dos filas de distancia «, me ha gustado mucho. En definitiva, me ha atrapado y tengo impaciencia por leer la segunda parte.
Muy, muy buen hecho, Fer.
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¿Eras de las que esquivaba a todos para entras la primera en el bus? Oye, para eso hay que ser hábil. Todos lo intentábamos y muy pocos lograban entrar. Recuerdo que con mis calentamientos de cabeza habituales, calculaba hasta el lugar exacto en el que el autobús se detenía en la parada para entrar y coger mi asiento. No lo conseguía casi nunca jaja. Así que ya me dirás qué tácticas usabas que ya has despertado mi curiosidad.
En cuanto a las frases que comentas, te agradezco muchísimo que leas con esa atención y ese ojo analítico. La de «la mirada atornillada…» le di varias vueltas porque, claro, me salía siempre «mirada clavada» y por ser un típico lugar común, quería huir de esa expresión. Así que agradezco muchísimo que te fijes tanto en el texto.
Te mando un abrazo enorme y unas gracias sinceras tanto por leerme, como por el pedazo de comentario tan elaborado que me has regalado.
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Reblogueó esto en Bitácora Literariay comentado:
Un excelente relato. Me encantó
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Espero con ganas la continuación, un abrazo
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Muchísimas gracias por dedicar parte de tu tiempo a leerme. En cuanto a la segunda parte, muy pronto estará disponible. Espero que la disfrutes. Un abrazo y que tengas un gran día.
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Precioso relato de ese tiempo de la adolescencia, del colegio, de las excursiones en autobús en el que todos y todas teníamos un «mote» con el que nos referíamos a nuestros compis. Aunque también veo que hay algo más que un viaje de escolares adolescentes en bus. «Dime que tú también has visto algo moverse por la ventana..» Voy a por la segunda parte. Delicioso, Fer. Un abrazo y gracias por compartir!!!
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Creo que nunca tuve un «mote» oficial ni en el colegio, ni en el instituto. Hubo algún intento, pero no fructificó ninguno (de lo cual me alegro la verdad). También guardo un grato recuerdo de esos viajes, cada uno de ellos era una aventura diferente.
En cuanto al relato, quería arriesgarme con algo diferente. Me gustan muchos géneros diferentes y hay veces que me da por mezclarlos todos. Y sí, tu instinto te lleva por buen camino, hay algo más que escolares en esa carretera. Un abrazo enorme y gracias por estar siempre ahí.
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Me ha gustado el relato. Es un viaje al pasado (no solo en bus). He podido oler el atún (he pasado de recrearme en el olor de vuelta jaja). Lo del tomate por fuera… Innovador era, pero no sé yo si muy efectivo.
La chica de azul en mi cabeza ha sido como la suma de dos grandes títulos de los ’80: La chica de rosa + Verano azul. 😅
Un placer leerte, Fer. Un abrazo.
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El olor de vuelta era demasiado común en este tipo de viajes, pero has hecho genial en evitar recrearte que eso no trae nada bueno jaja. Me encanta esa asociación que has hecho con la chica de azul. He pasado una cantidad ingente de veranos «disfrutando» de esas reposiciones televisivas y, aunque estaba deseando que pusieran otra cosa, les guardo un grato recuerdo.
Muchas gracias por pasarte a caminar por aquí y traer tan buenos recuerdos. Te mando un fuerte abrazo.
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